viernes, 13 de enero de 2012

Vacaciones de verano

A ella no le gustaba viajar.
La puerta empezó a girar en el mismo momento que puso el pie sobre la alfombra.
La fría luz blanca y el aire endurecido por acondicionador contrastaban con el dorado y caluroso día del exterior.
Detrás de un largo mostrador de mármol, un recepcionista la recibió con una amplia y estudiada sonrisa.
Era una suerte que no le gustara viajar.
La habitación con grandes ventanales y vistas al mar parecía la foto del catálogo de una agencia de viajes.
Cada vez estaba más convencida de lo poco que le gustaba viajar.
Cuando abrió la puerta del baño y junto a la ducha de chorros multifunciones apareció el jacuzzi, no lo dudó.
Cruzo la calle, subió a su piso, metió cuatro cosas en el bolso y se fue a pasar las vacaciones al hotel.
Decididamente, no le gustaba viajar.

Manuela González Arias
Publicado en la Revista Prímula (diciembre 2011)

Humillada


Vendaré estos dos ojos humillados
para que mi corazón no recuerde.
Empujaré estas piernas tan dudosas
al refugio que a mi pulso adormece,
allí el cuerpo aterido se acomoda
entre pilas de derrotas candentes.
Entonces, sueño que corro entre nubes
ciñendo valles que rebosan verdes.
Entra el sosiego y aliñando olvidos
a tu mundo canalla me devuelve
y aunque me dolerá mirar tus manos
sombrías, de las culpas que sostienen,
adiestrada en la sinrazón te pido
un poco de calor intermitente.

Paloma Muro de Zaro Otal
Publicado en la Revista Prímula (diciembre 2011)

Martín y el mar


Un resbalón en la cubierta del barco había enviado a Martín a traumatología en el  Hospital del Mar. Cuando le dieron de alta, después de cuatro meses ingresado, Begoña, su hija mediana, le llevó con ella mientras resolvían la situación.
Quince días llevaba Martín con ella, y ese domingo todos sus vástagos, hombres y mujeres, se reunieron para decidir que hacer con él.
—No creáis que lo de la silla de ruedas es porque la necesita —dijo Begoña sin ninguna contemplación—, cuando se cansa de estar sentado se levanta y camina como si no le hubiese ocurrido nada. ¡Ah! ¿Y qué os imagináis que me comentó hace dos días?: Qué no podía encontrar su sitio ni en su casa, ni aquí, sólo en el barco, ¿Qué os parece?
—¿Y tú qué le dijiste —interrogó Braulio, uno de los hermanos—, cuando te preguntó semejante tontería?
—¿Qué le podía decir?, Pues que su sitio es toda la casa y que no entiendo por qué duerme algunas noches en la bañera y no en su habitación.
—Sí, —apuntilló el nieto— y otras veces en el sofá del salón.
—¡Y en el recibidor! si señor, ¡también se acuesta en el recibidor en un saco de dormir!, —remachó el yerno.
Un murmullo se elevó entre los presentes, mientras las miradas se dirigían hacia Martín.
—Donde mejor puede estar es en una residencia —comentó Simón, el mayor de los hijos.
—Pues yo estoy segura que donde estará más cómodo será en nuestras casas —dijo Ángeles, la mayor de las hijas—, así que lo mejor es hacer un sorteo, para decidir a quien le toca quedarse con él en primer lugar, luego ya veremos en qué orden hay que pasarlo. La cuestión es que no se coman el dinero de su pensión unos desconocidos.
Ellos creían que Martín no se enteraba de nada, que después del accidente no era capaz de darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Pero no era así, él los oía mientras decidían su futuro, sin contar con él.
Martín, sentado en la silla de ruedas y apartado de la reunión escuchaba en silencio.
Martín sólo asistió a la escuela hasta que cumplió diez años; después, a trabajar ayudando a su padre en las tareas del barco.
Martín recordaba su litera; no era muy espaciosa, pero él decía que el aire que respiraba era suyo y allí se sentía cómodo, y dormía bien pensando en los jornales que llevaría a casa para alimentar y vestir a sus hijos.
«—No entiendo como puedes estar contento con lo que tienes que trabajar para sacarnos adelante —decía Elisa, la esposa de Martín al oírle cantar.»
A él no le arrugaba la faena: « Que estudien y no sean unos borricos como yo, esa es mi mayor ilusión, para trabajar ya están mis manos y mis riñones.»
Martín había cumplido setenta y ocho años. Hacía trece que le habían jubilado, pero como el barco era suyo y Elisa se había ido con el Señor diez años atrás, Martín comía, dormía y hacía su vida en el barco, aunque lo patroneara Pablo, su segundo hijo.
Martín cerró los ojos, oyó cantar a las sirenas, y como todo marinero deseó bogar hacia ellas.
Luego, el murmullo de los presentes se fue convirtiendo en un susurro y Martín fue sintiendo la levedad de todo lo que le rodeaba. Él estaba allí, en el mar, subiendo y bajando, arriba y abajo, como la marea. Haciendo bucles con las olas al morir en cualquier playa, o estrellándose con estrépito contra los acantilados. Él sabía que el mar estaba esperándole como una fiel amante.
Vio a Elisa junto a él y su imagen se le fue haciendo cada vez más clara y su voz más audible mientras depositaba un beso en su rostro. Martín no sentía temor, sólo curiosidad y preguntó: «¿Ya es la hora?», Elisa le miró con amor, le tomó de la mano y susurrándole le dijo:
«Acompáñame Martín, hoy vamos a navegar juntos.»


Ovidio del Moral Holguín
Publicado en la Revista Prímula (diciembre 2011)