martes, 2 de agosto de 2011

La visita


Hoy era el gran día. Con qué alegría lo comenzó Marcelina. Por fin había llegado la esperada fecha, la tenía marcada en el calendario con un círculo rojo.
El ambiente no acompañaba, hacía frío, un frío fuera de lo normal para un sábado de  mediados de primavera y,  para colmo, llovía. El reuma le acusaba el dolor de la cadera y también en sus rodillas gastadas por la edad. No le importó. Podría conocer aquel muchas veces soñado, y para ella, inalcanzable lugar. La asociación de vecinos a la que pertenecía había organizado una visita guiada al majestuoso edificio que en tantas ocasiones, siendo joven, había contemplado desde el exterior. Cuántas veces deseó ser un muchacho para poder estudiar en él. Recordaba que en época de la dictadura, estaba reservado sólo para hombres. Sin embargo, se decía a sí misma con pesar, ella era chica.
Sus alas quedaron cortadas desde muy joven cuando, un poco antes de cumplir los catorce años, la pusieron a trabajar. Los padres habían sido rojos en la guerra, se quedaron sin trabajo y no tuvieron oportunidades cuando el conflicto finalizó. Necesitaban el dinero que Marcelina podía aportar. Así, sin estudios ni cualificación profesional, quedó condenada a lo que sabía hacer: fregar. Además: ¿Estudiar… ? ¡Ni hablar! ¿Para qué? No le hace falta a una mujer, total se va a casar. Lo había oído tantas veces… Después, la vida la arrastró a permanecer en un segundo plano.
La realidad era que Marcelina, efectivamente, se casó, mas bien la casaron, ya de mayor. Unos primos lejanos le arreglaron el matrimonio con un viudo conocido de la familia. “Para que no te quedes solterona toda la vida, hija, que tú no tienes arte” ―dijeron las mujeres de los primos―.
 Marcelina vivía sola, no tuvo hijos, y cuando quedó viuda se apuntó a la asociación de vecinos; la idea era relacionarse, como le indicó su nuevo médico de familia (que la trataba de su cojera porque algunos días la cadera le impedía caminar), pero como su marido siempre le decía “tu calla que no tienes conversación” ella se acostumbró a no hablar con nadie, y así seguía. Cuando leyó en el tablón de anuncios la visita para un mes más tarde, se apuntó tímida, casi de puntillas; además era gratis, no repercutiría en su maltrecha economía. Así comenzó  su ilusionada espera.

Desde lo alto de la torre Marcelina mira el paisaje. Hace unos minutos que ha salido el sol a recibirla. Se siente feliz. Jamás antes había disfrutado de una vista desde esta perspectiva. “Mi ciudad ―piensa― seguro que es la más bonita del mundo”. Contempla el mar al fondo. Las suaves colinas que la rodean con su verdor que tan conocido le resulta. Nunca había viajado más allá de ellas que no fuese con la imaginación. Nunca, nunca, realmente no.
En una ocasión su marido la llevó a la capital, un domingo, nada menos que a misa de doce en la catedral, y cuando se casaron también la llevó, en tren, a merendar marañuelas hasta aquella confitería de un pueblo costero cercano.
Tras recorrer con el grupo de visitantes las partes principales del edificio, le llegó a Marcelina el esperado momento de dirigirse a  la torre, para ella atractivo principal de la excursión. Mientras subían en el ascensor, el guía les comentó que la altura del mirador se correspondía con un piso diecisiete y que el ascensor era rápido: tardarán diecisiete segundos en subir.  “Si hubiese nacido más tarde, aunque fuese chica, habría podido estudiar mecánica” ―pensó melancólica―. El ascensor se paró, salieron a un rellano y, a unos pocos metros, tras una puerta, el guía les dio paso al mirador.
 Al poner el pie en la estrecha terraza y notar en su rostro el sol,  justo en ese momento se rompieron las nubes, Marcelina sintió una explosión de satisfacción.

Terminado el tiempo destinado a permanecer en el mirador, el guía les indica que van a ir bajando. Los visitantes le siguen dóciles.  Ella apura la ocasión contemplando la vista del entorno de la torre. Al borde de la barandilla de piedra, concentrada en su personal complacencia, no se da cuenta de que  queda sola en el mirador. En ese preciso instante, cuando sale de su abstracción, se da la vuelta y no ve a nadie. Vuelve sobre sus pasos, entra otra vez por la puerta mirando hacia atrás, observa de nuevo  el horizonte. Una última mirada.
Se encuentra en el pequeño rellano con la puerta del ascensor, a su derecha hay una luz que indica que este está bajando, “son diecisiete segundos lo que tarda” ―piensa, recordando la voz del guía―.
La luz se apaga. Acciona el pulsador del ascensor. Nada se enciende. A su memoria acude el detalle de que todas las puertas tenían cerraduras y que el guía las iba abriendo a su paso.
De repente la torre ya no le parece tan idílica, el rellano es gris y desangelado. Desconcertada, sin saber que hacer, explora a su alrededor.
Observa una escalera en penumbra al lado del ascensor. Se dirige hacia abajo, tiene  una reja, de algo más de un metro de altura, cerrando el paso. Aparta su vista de ella. Contempla la puerta del ascensor. Trascurre el tiempo. Permanece estática delante. No hay ningún cambio. Vuelve a mirar la escalera. Lo piensa un momento. Se decide. Como buenamente puede, trepa y salta la verja con dificultad.
Comienza a bajar la escalera. Duda. Decide continuar. Es una estrecha escalera de caracol. Cuando lleva un tramo tiene que detenerse para descansar, el dolor de su cadera enferma se agudiza demasiado. Tras una pausa sigue descendiendo un peldaño tras otro, tantea cada escalón siempre con el mismo pie, el sano. La bajada se le está haciendo eterna. Las rodillas le duelen demasiado, su cojera se acentúa tanto que tiene que volver a parar.
Por momentos Marcelina no ve por donde pisa. Tiene que comprobar, con su pie derecho, la distancia hasta el borde y la altura de cada peldaño. La luz que entra por las escasas ventanas que hay en la torre no es suficiente para iluminar la escalera. Necesita utilizar las manos, buscando el apoyo de la pared, para no caerse.
Hay un instante, dentro de esa estrecha escalera sin fin, en el que Marcelina empieza a sentir miedo,  las ideas se agolpan en su cabeza “¿Y si no hay salida abajo? ¿Y si hay una puerta cerrada? ¿Y si no la esperan?” Conforme va descendiendo su corazón cada vez late más fuerte. Por fin, termina de bajar. Al final de la escalera hay otra reja, esta vez un poco más alta. Nuevamente intenta saltar por encima, pero en esta ocasión le resulta imposible, ella es muy bajita, y agachándose tampoco puede pasar, por la parte inferior de la reja no hay espacio suficiente para su cuerpo.
Tirados en los últimos escalones permanecen sombríos restos de mobiliario roto y olvidado. Con terrible esfuerzo, mientras  estallan en sus oídos los latidos de su corazón,  utiliza los muebles apilándolos junto a la reja.
Tras varios intentos, ya que pierde el equilibrio y tiene que volver a empezar, Marcelina logra encaramarse a lo alto del amasijo de maderas. Al otro lado, el suelo de la planta baja le parece un abismo. Intenta dejarse deslizar hasta que termina cayendo. Se da un golpe al impactar su cuerpo contra el mármol. A pesar del dolor, sabe que no se ha roto nada. Magullada, se levanta arrastrando su cadera enferma, ansiosa por salir se dirige a las enormes puertas de cristal. ¡Las puertas están cerradas!
 Marcelina no lo puede creer. Tira de los pomos. Empuja una y otra vez. ¡Cerradas!
 No hay nadie... El gran patio está solitario… Aún es de día… “Alguien pasará y me verá aquí” ―piensa―. Golpea, grita: ―¡Por favor…! ¡Por favor…! ¡¿Hay alguien…?! ―Pero es inútil. No hay nadie para escucharla.
―¡Estoy encerrada…! ―No hay nadie para verla encerrada.
Agotada, aplastándose contra las puertas,  se deja deslizar hasta sentase en el suelo.
Empieza a sentir sed, también tiene necesidad de ir al baño. Comienza a temblar de angustia, respira con dificultad. 
Pasa el tiempo… Se ha hecho de noche, nota frío, siente hambre, tiene miedo, le falta el aire.
―Pero… ¿Cómo es posible que no haya notado nadie mi ausencia? ―se pregunta de forma desgarrada en voz alta.
“Mis vecinos ni me contestan cuando saludo, parece que soy invisible para ellos” ―sigue elucubrando―. “Y si nadie sabe que estoy aquí ¿Qué me ocurrirá? ¿Si nadie pasa por la torre que será de mí?”. Se pone en pie, intenta desesperada romper la puerta. No puede, no tiene fuerza en sus manos, no hay nada a su alrededor con que poder ayudarse. Solo es una vieja solitaria. Una visión le aterroriza: puede quedar allí apagándose lentamente, hasta que…
El terror le impide llorar. Queda pegada a la gran puerta de cristal. El cuerpo le duele tanto  que ya ni lo siente.

Se ha quedado dormida en el suelo. Está helada.
Una luz le da de pleno en la cara. No sabe qué le ocurre ¡…La están golpeando!
―Señora, señora, ¿Me oye?
 Le oye perfectamente, ¿Por qué le grita? ¿Por qué la golpea?
‹‹¿Quién es este hombre de uniforme? Le denunciaré, como dicen en la televisión.
Pero primero tiene que librarse de él. Se levanta ligera, no pesa nada.
››Qué bien me encuentro hoy. Y mi cadera… no me duele ¡Si no cojeo!
››Este pasillo... Allí, al final, está la salida››.
 Dando media vuelta, tranquila, se aleja inmersa en la oscuridad.
 Sus pasos se encaminan sin titubeo hacia la luz.

Un vigilante que tras salir de su asombro ha logrado moverse, pero impactado aún, por haber encontrado a una anciana en la ronda periódica por la base de la torre, la mueve frenético, aunque consciente de que es inútil, tratando de reanimarla. Es evidente que no respira.

Mara A. Loredo
(1º Premio en el I Certamen Literario de la Asociación 50+)

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