viernes, 22 de julio de 2011

Homenaje a un lector de prensa

Sociedad de la Información y del Conocimiento
Universidad para los Mayores
Trabajo de: Concha Yllán Calderón 

JUSTIFICACIÓN

Después de leer unas reflexiones sobre El Quijote que nos ha enviado un compañero  por Internet, no he podido evitar recordar a un ser querido,  tan acorde con la manera de pensar y de obrar en su vida con la que practicara nuestro Ingenioso Hidalgo, que he decidido hacerle un pequeño y emocionado homenaje a esa persona buena que fue mi padre.

Él ejerció su particular Misión Pedagógica, como lo hicieran las creadas en 1931 por la Segunda República para acercar la cultura al medio rural, pero utilizando los periódicos como soporte, ya que no había cartillas para todos.

El  objetivo de este trabajo va a ser hablar de algunas vivencias sobre la prensa escrita, cuya lectura supuso para mi progenitor la misma obsesión, rayando en la locura, que fueran los libros de caballería para D. Alonso Quijano.

Vivencias familiares en torno a la prensa
     
Desde niña oí contar en casa que mi bisabuelo paterno, peón caminero apodado “el filósofo” ¡porque sabía leer!, iba todas las tardes al único bar de un pequeño  pueblo de Toledo a leer, en voz alta, el periódico “El Imparcial”, para que las gentes del lugar estuvieran informadas de lo que sucedía en el mundo. Él pertenecía a una antigua familia descendiente de los criptojudíos o “Marranos” que optaron por convertirse, en apariencia, al Cristianismo para evitar su expulsión de España. Ese secretismo obligado con el que compaginaban ambas creencias, les hacía reservados y a la vez celosos por mantener y conservar su propia cultura tratando, a toda costa, de adquirir conocimientos intelectuales al margen de sus oficios o profesiones. Con el tiempo, esas actitudes no se borraron del todo y, hasta el día de hoy, he podido recordar detalles de comportamiento, poco frecuente, en mis propios abuelos.

Mi padre, nacido en 1912, aprendió a leer en ese periódico que fundara la familia de su, más tarde, leído y admirado, D. José Ortega y Gasset : "El Imparcial". A  su vez, él mismo enseñó a leer a mi hermana mayor en las páginas del diario ...
ABC pocos años después de acabar la Guerra Civil, con lo cual esa niña, ¡con cuatro años, leía la prensa!. A mi padre siempre le gustó y practicó la tarea de la lectura oral para enseñar a los de su entorno.

Recordando un capítulo de El Quijote, que también nos leyera mi padre en la sobremesa, después de una cena, titulado:“Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”, en el que Cervantes nos describe cómo, mientras el maltrecho y bueno de D. Quijote dormía, recuperándose de sus “feridas”, esas personas fueron quemando en una hoguera improvisada en el corral de la casa, sus queridos y apreciados libros de caballería, achacando a esos relatos la causa de su locura, me ha venido a la memoria la triste y absurda experiencia similar que sufrieron mis padres al tener que quemar, ellos mismos, páginas de artículos y editoriales interesantes recortados de periódicos y muchos de sus propios libros, en la placa de la cocina porque iban a ir a registrar su casa y entre ellos había ediciones cuyos títulos y autores estaban censurados. Más de una vez oí comentar ese triste episodio en el que ambos lloraban mientras iban tirando al fuego volúmenes de obras de ¡Unamuno y de Ortega y Gasset! , entre otros. 

Mi padre era hijo único. Sus padres fueron un matrimonio que hubiera deseado tener muchos hijos para los que ya tenían elegidos nombres judíos, tanto para los varones como para las mujeres, pero mi abuela quedó mal del primer parto y mi abuelo no consintió jamás que la viera un ginecólogo. Nunca pudieron tener más descendencia. A Abraham, que así se llamaba mi padre, le dieron una educación esmerada. Haciendo un gran esfuerzo económico le enviaron a estudiar a un colegio de Madrid.  Allí conoció a muchos de sus amigos republicanos, con gran disgusto para mi abuelo que era guardia civil, obligado por las circunstancias, ya que suponía la única salida, junto con la de ser cura,  para los jóvenes del pueblo que no quisieran dedicarse a las labores del campo.

Cuando acabó sus estudios ganó unas oposiciones para  jefe de telégrafos de un importante pueblo de Extremadura, donde conoció a mi madre.
A los pocos días de acabar la guerra le detuvieron y condenaron a muerte por tratarse de un revolucionario “de corbata” que eran los mas peligrosos, según decían. La víspera de su ejecución pidió, como última voluntad,  que le dejaran conocer a su primer hijo que estaba a punto de nacer. Le llevaron esposado entre dos guardias civiles a ver a su esposa que ya estaba de parto, pero como éste se retrasaba y los guardias no podían esperar más, el médico-amigo, compadecido por la dramática situación, puso a mi madre una inyección que hizo salir al bebé de su vientre como una bala, según sus propias palabras. Sin quitarle las esposas, mi padre se despidió de su mujer y besó emocionadísimo a su hija recién nacida. 

Esa misma madrugada, cuando el guardia de turno iba pasando lista a los condenados,  al leer el nombre de Abraham Yllán, le preguntó si era el hijo de su compañero  guardia civil Yllán Toledano y al contestar afirmativamente, le borró del listado y le apartó del camión que le llevaría al paredón.  Así se salvó milagrosamente y se ocultó en el pueblo de Toledo donde había nacido. Estuvo solo y deprimido muchos días. Mi abuelo  no quería saber de él en esos momentos. Le acababan de conceder la Cruz Laureada de San Fernando colectiva porque le tocó estar en el Alcazar de Toledo durante el famoso asedio, mientras su único hijo estaba encarcelado como ¡peligroso hombre de izquierdas! Esas son  las terribles paradojas de las guerras civiles. Mas tarde,  volvieron a reencontrarse, cuando mis padres ya tenían dos de sus cuatro hijas. 

Como no podía trabajar en su profesión ni, prácticamente en nada, Donabrán como le llamaban todos, se dedicó durante el tiempo que permaneció en ese pueblo, a alfabetizar a todo el que deseaba aprender a leer y escribir, que fueron muchos,  utilizando, cómo no, los periódicos para enseñarles las primeras letras ya que allí no había libros para esos fines.  Por las tardes, leía en voz alta  la prensa en el bar ante la mirada atenta de los hombres del campo y de sus propios alumnos, como hiciera su abuelo muchos años atrás. Nunca cobró en metálico por las clases. Le pagaba, quien podía, con patatas, verduras y frutas de sus huertos. De momento, sólo necesitaba alimentarse, curar su hígado dañado por el maltrato y combatir su extrema delgadez.

Una vez más los periódicos aparecen en la escena vital de mi querido padre. Cuando, por fin, pudo volver a reencontrarse con su mujer y su hija, alguien le delató por la labor que estaba haciendo pues, según el acusador “los hombres der campo, mientras menos sepan, mejó” y de nuevo estuvo preso durante seis meses. Mi madre le llevaba a la cárcel comida envuelta en periódicos que previamente arrugaba y manchaba selectivamente para que pareciera un simple envoltorio, cuando en realidad lo que le enviaba era su “dosis de prensa” para que estuviera informado de cómo iban las cosas. Los guardianes que pasaban los paquetes de comida de los familiares de los presos no sabían leer. Se quedaban con más de la mitad del contenido, pobre gente también. Entregaban  los alimentos mermados, pero el envoltorio intacto. No podrían imaginar que lo importante, para personas como mi padre, era el papel de la envoltura que contenía, en cierto modo, “alimento para el alma” y no para el cuerpo, como asentaría  Don Quijote.

La prensa ha representado algo primordial en mi entorno familiar. Recuerdo que de pequeña, durante los últimos años 40 y primeros 50, en casa comíamos prácticamente lo mismo todos los días: cocido, con más tocino que carne y un trocito de morcilla sólo para dar color. Nunca había dinero para comprar postre, salvo en algún día de fiesta, pero periódicos, todos.  Eso si, después de ser leídos,  su papel no se tiraba nunca porque tenía múltiples usos: Servía para encender la lumbre de carbón, para forrar libros, para pisar sobre él cuando el suelo fregado aún estaba mojado, para ponerlo en baldas y fondo de los cajones,  para jugar a hacer recortables, para entretenernos coloreando los dibujos de los anuncios, para empapelar moldes donde se hacía el jabón de lavar la ropa, para limpiar los cristales, para hacer papiroflexia y también como papel de váter. ¡Eso si que era reciclar!

A pesar de todas esas utilidades, mi madre, católica de ir a misa los domingos, no veía con buenos ojos que se comprara más de un periódico al día, pues según ella, aunque nunca tenía tiempo para leerlos, se imaginaba que  todos decían lo mismo y la economía de la familia era muy escasa.  En cambio para mi padre, agnóstico republicano,  era fundamental contrastar las distintas tendencias y opiniones para luego discutir, acaloradamente, en la tertulia, lo cual nos trajo no pocos problemas porque “se hacía distinguir peligrosamente”.

Un día, estábamos a la mesa y como mi padre no quitaba ojo del diario, mi madre le espetó:¡Por Dios y la Virgen Santísima, deja de leer que estamos comiendo!, sabes muy bien que la tragedia de esta familia se la debemos a la ¡dichosa prensa! Y mi abuela materna apostilló: No, hija, a la prensa no, se la debemos a los ¡dichosos periódicos!

En 1970, casi a punto de jubilarse y enfermo crónico del aparato digestivo, mi padre se reincorporó, con todos los honores, a su puesto de trabajo de Funcionario Técnico de Telecomunicaciones, 31 años después de haber sido expedientado, gracias a la petición del entonces Príncipe Juan Carlos que indultó a todos los represaliados de la Guerra Civil para poder gobernar, en el futuro, “una sola España”.

El  2 de Octubre de 1998, a las dos de la tarde, mientras leía “sus periódicos”, como él los llamaba, murió serenamente Abraham Yllán, esa  persona buena, inteligente, callada, que fue mi padre. En su féretro, antes de la incineración, depositamos toda la prensa de ese día.

CONCLUSIÓN Y FUENTES DE DOCUMENTACIÓN

Estas líneas escritas en memoria de mi padre, recordándole desde niña como un hombre a un periódico pegado, han servido para sacar a la luz algunos de esos recuerdos que forman parte de mi existencia y que siempre habían estado ocultos. Una excelente ocasión para narrar hechos acaecidos en la vida de Abraham Yllán, pues él nunca hablaba de sus desventuras ni de las personas que le hicieron daño ya que pensaba, al igual que Don Quijote que “No es posible que el mal ni el bien sean durables y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”. Así se cumplió para él. 

Las fuentes de información para este pequeño trabajo han sido mis propias vivencias y lo aprendido a través de narraciones de familiares y amigos.

Concha Yllán Calderón

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